martes, 15 de marzo de 2011

Sirenas y Bisontes.

Una Aproximación al arte contemporáneo.

La música, los estados de felicidad, la mitología,
las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o dijeron algo que no debíamos haber perdido, o están para decir algo; esta inminencia de revelación, que no se produce, es, tal vez, el hecho estético.
J.L. Borges


Una manada de Bisontes, un conjunto de figuras que, sin orden, se despliegan en tropel como tormenta inesperada, un relámpago que no avisa su llegada. Inquietos, aun vigentes desde hace más de quince mil años, los bisontes pintados y tallados en las bóvedas de Lascaux o de Altamira siguen cumpliendo su promesa de hacer presente la ausencia. Las bestias figuradas ofrecen con sorpresa, además de su belleza, proporciones significativamente parecidas a la realidad, una riquísima policromía que aumenta el dramatismo de la escena y un inquietante volumen de las formas que pareciera no corresponder al primitivo arte del paleolítico superior:

Únicas en su vitalidad y extraordinarias por la destreza con que fueron ejecutadas, cambiaron radicalmente nuestra visión de la historia del arte. Hasta bien entrado el siglo XIX, se pensaba que el arte se había desarrollado gradualmente y por etapas a lo largo del tiempo, de forma parecida a como evoluciona el arte de un niño; desde unos principios toscos hasta formas más pulidas.[1]

Ciervos, toros y caballos que también conviven en la composición rupestre son fácilmente reconocibles por poseer un alto grado de iconicidad, la mimesis evidente en el quehacer del arte se manifiesta en cada trazo; En la gruta cantábrica, por ejemplo, hay un bisonte recostado, inmóvil, con las patas flexionadas y la cabeza echada sobre su regazo, como al amparo de su  enorme complexión y aunque menguado, en su contemplación, casi sugiere hacernos presenciar el jadeo de su aliento. Hay en ello una motivación para dar cuenta de la realidad. Alejados de la ingenuidad, los artistas rupestres plasmaron el simulacro del mundo, la ilusión de comprobar la existencia de las cosas con tal virtualidad que como señala Román Gubern quiere hacer creer al observador colocado ante la imagen que está en realidad ante su referente y no ante su copia.[2] Con su complejidad, el mundo se nos muestra tal y como lo percibieron en aquellos días lejanos.
                                                                                         
No cabe la pregunta de qué es aquello, sino para qué era aquello que representaban, más allá del goce estético, ¿qué significaba el hecho de representar aquella escena?

Resulta imposible equiparar las primeras manifestaciones visuales con lo que hoy comprendemos por arte plástico, pero en ese horizonte tan lejano hay en comunión una necesidad de relatar el hecho estético acompañado de respuestas donde la mediación de concepto y significado adquieren cada vez más relevancia en los juicios y especulaciones del arte.

El arte contemporáneo intenta decirnos algo, o está para decirnos algo; cada vez más vertiginosamente las definiciones del arte se descomponen en fragmentos donde las piezas no coinciden y parece insostenible la intención de armar el nuevo rompecabezas de la escena posmoderna.

La transformación comienza hace ya casi cien años. Nuevos creadores de bisontes: Duchamp, Magritte, Kandinsky, ponen en crisis la tradicional idea del arte. Cuando encontramos las respuestas nos cambiaron las preguntas, una tesis que la estética clásica ya no puede responder sin el auxilio de una reflexión en torno a los significados. Las discusiones de la belleza, de acuerdo a las categorías de la contemplación, resultan estériles cuando el concepto ha rebasado a la sensibilidad en el juicio del suceso artístico. El arte sucede, sigue sucediendo, pero a la par del pensamiento, las artes manifiestan nuevos modos de percibir el mundo, las expresiones artísticas son el reflejo de un colectivo político donde el artista da cuentas de la existencia de las cosas diciendo a los demás, lo que intenta explicarse a sí mismo.

El 9 de abril de 1917 se inaugura la primera exposición de la Society Independent Artists en Nueva York, donde una pieza firmada con el pseudónimo R. Mutt es rechazada por el comité organizador.

Se trata de una obra de Marcel Duchamp, un objeto de porcelana blanca (un mingitorio) girado sobre sí mismo, sin ninguna intervención y titulado Fuente.

Duchamp, “vacía” el significado de una palabra sobre la res extensa, en un objeto que no es ya lo que fue, sino una metáfora concreta, visible y tangible.

El Comité alega que su rechazo es debido a que la pieza es un objeto comercial fabricado en serie y firmado por un artista inexistente. Además que la obra de arte debería ser una pieza única e irrepetible salida de las manos de un artista. Duchamp argumenta a favor de la Fuente: Si construyó o no (el Sr. Mutt) la Fuente, no es relevante. Él la eligió, tomó un objeto de la vida cotidiana, lo reubica y hace que pierda su sentido llano y práctico, le otorga un título y gira su punto de vista, creando un nuevo significado para el objeto.

Con el ready-made, Duchamp redime al artista de su condición de creador sometido a las habilidades técnicas motrices para representar plásticamente un discurso poético. El acto pensante es quien resuelve el discurso, demostrando una gran habilidad técnica intelectual.[3]

Cuando el artista coloca un urinario en la sala de la Grand Central Galery de Nueva York y lo nombra Fuente, pone ante el espectador un discurso poético que se resuelve en la realización de una metáfora, pues ha encontrado las proximidades entre dos objetos distintos. Este tratamiento anestésico del artista francés para con los objetos y su significado, aparenta un error categorial, y exactamente igual que en la poesía: aparece la extrañeza, el descubrimiento y la enseñanza. Los tropos traspasan la barrera lingüística y se instalan en los sistemas visuales.

El punto de quiebre, en las artes del temprano siglo XX, está en el concepto: se comienza a sospechar de la definición del arte, de la técnica, la semejanza y de la belleza como epicentro de los propósitos artísticos.

Magritte parece estar en desacuerdo con el trompe-l’ oeil él afirmaba que sus cuadros eran trompe-l’ esprit, sus representaciones parecen un error categorial de los objetos y las cosas del mundo. Pero el error es calculado, quiere forzar al espectador a ver la belleza del pensamiento:

Magritte odia la contemplación (“el cuadro perfecto no permite la contemplación, sentimiento trivial y desprovisto de interés…”) y pide una participación intelectual en sus cuadros que son instrumentos para pensar; metamorfosis de ideas e imágenes; modos inusuales de hacer vivir el pensamiento.[4]

Por otra parte, Kandisky no niega la sensibilidad del espíritu en el arte, pero rechaza la semejanza, y existe en ello una exigencia intelectual, una petición de ver, más allá de las cosas, de los colores y las formas, un maridaje entre el logos y la pasión. Hay en su obra una afirmación más que una similitud: “afirmación desnuda que no se basa en ninguna semejanza y que, cuando se le pregunta <lo que es>, no puede responder más que refiriéndose al gesto que la ha formado: <improvisación>, <composición>, <forma roja>, triángulos>, <violeta naranja> “.[5]

Apenas el principio. El Modernismo configura los cimientos de una nueva estética que, por necesidad, debe aceptar el socorro de nuevos enfoques críticos que son objeto de estudio de otras disciplinas, (como la retórica y la semiótica).

Lo que se manifiesta, en el Universo posmoderno, es un arte integrador que obliga lo multidisciplinario (el video, la instalación, la performance, el collage, la web, las artes digitales, el objeto, etc.) y converge en el concepto.

Otro relato antiguo, en una re- lectura posmoderna, sugiere adoptar la misma hipótesis- Circe a Ulises-:

«"Primero llegarás a las Sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se acercan a ellas. Quien acerca su nave sin saberlo y escucha la voz de las Sirenas ya nunca se verá rodeado de su esposa y tiernos hijos, llenos de alegría porque ha vuelto a casa; antes bien, lo hechizan éstas con su sonoro canto sentadas en un prado donde las rodea un gran montón de huesos humanos putrefactos, cubiertos de piel seca. Haz pasar de largo a la nave y, derritiendo cera agradable como la miel, unta los oídos de tus compañeros para que ninguno de ellos las escuche. En cambio, tú, si quieres oírlas, haz que te amarren de pies y manos, firme junto al mástil ‑que sujeten a éste las amarras‑, y así podrás deleitarte escuchando la voz de las Sirenas; y si suplicas a tus compañeros o los ordenas que te desaten, que ellos te sujeten todavía con más cuerdas. «[6]

Sobrevivir a la experiencia estética sugiere una estrategia que lía determinantemente la razón y el sentimiento; en medio de la travesía del horizonte posmoderno es arriesgado dejarnos llevar por el impulso, el arrebato de las sensaciones puede arrojarnos al fracaso. De ahí deviene la decepción: el nuevo observador del arte se sitúa frente unas categorías de la creación que ya no corresponden a su habitual manera de contemplar la obra en el espacio consagrado (espacio que también se ha transformado).

Habrá que construir un mástil a dónde asirnos para poder apreciar razonablemente el nuevo suceso artístico, apreciar el gesto más allá de la forma, el concepto por encima del percepto.

Tal vez los bisontes adosados en la gruta nos dijeron algo que no debíamos haber perdido, su extraviado significado se disuelve como una inminencia de revelación que no se produce nunca.

El nuevo productor de un signo estético procura un significado en su obra, conjuntamente con el sentir, la obra necesita una comprensión en varias dimensiones, la de los significantes cobra una importancia tal como una especie de revelación latente en espera de que el observador descifre el enigma.

Así pues, La nueva estética del arte contemporáneo exige una mancuerna entre el sentir y el razonar, como explica Peirce:


 Me parece que, si bien en el placer estético nosotros consideremos la totalidad del sentimiento- y especialmente la cualidad del sentimiento total resultante que se presenta en la obra de arte que estamos contemplando- aun así es una especie de simpatía intelectual, el reconocimiento de que ahí está un Sentimiento que se puede comprender, un sentimiento razonable.[7]







BIBLIOGRAFÍA

Gubern, Román. “Del Bisonte a la realidad Virtual”. ANAGRAMA,  Barcelona 2003.
Reichold, Klaus, Berhard Graf. “Pinturas que cambiaron el Mundo.” ELECTA, Barcelona, 2006.
Gutiérrez, Daniel. “Voces del diseño desde la visión de Aristóteles”, ENCUADRE/UIA, México, 2007
Foucault. Michel. “Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte”, ANAGRAMA.  Barcelona 2004
Homero. “La Odisea”, Canto XII. PORRÚA, México, 1993
Santaella, Lucía. “La estética semiótica de C. S. Peirce”.  Revista DESIGNIS, Gedisa, Buenos Aires, 2007


[1] Reichold, Klaus, Berhard Graf. “Pinturas que cambiaron el Mundo.” ELECTA, Barcelona, 2006.
[2] Gubern, Román. “Del Bisonte a la realidad Virtual”. ANAGRAMA,  Barcelona 2003.
[3] Gutiérrez, Daniel. “Voces del diseño desde la visión de Aristóteles”, ENCUADRE/UIA, México, 2007
[4] Almansi, Guido. En el prefacio a “Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte”, Foucault. Michel. ANAGRAMA.  Barcelona 2004
[5] Ibídem. 
[6] Homero. “La Odisea”, Canto XII. PORRÚA, México, 1993
[7] Peirce, Charles, en Santaella, Lucía. “La estética semiótica de C. S. Peirce”.  Revista DESIGNIS, Gedisa, Buenos Aires, 2007



Memoria y transición.

Notas a las tres eras de la imagen.[1]

¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?                          
Jorge Luis Borges.

Casi como una esperanza, como si fueran insuficientes de certeza las cosas dadas a los ojos gratuitamente, naturalmente, las imágenes-las otras, las artificiales- prometen un algo que es vacuna contra el tiempo, un registro histórico de información que en el transcurrir de su existencia ocurren ellas mismas como soportes de memoria.
En un cuento de Borges- Brea también lo recuerda- Funes el memorioso se expresa así de su extraña afición de recopilar imágenes mentales: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Igual que Funes las imágenes parecen no olvidar nunca.
Una promesa: la de seguir siendo, aun después de haber sido arrancadas de su natural paisaje, para José Luis Brea, algunas imágenes comparecen ante la eternidad, como dispositivos de detención, congeladores del tiempo. Las imágenes aparecen de nuevo, otra vez, van del ojo a la mano y regresan a la vista no como eran, sino como una emergencia de ser, enseñándonos a ver artificialmente aquello que no advertimos cuando fueron naturales, igual que aquellas veredas de Eliseo Diego por donde huyen los ávidos domingos y regresan, ya lunes, cabizbajos para hacernos recordar lo que no fueron.
Memoria y transición. Mientras ocurren, las imágenes transitan repentinamente de un modo de ser o estar a otro distinto repitiendo en su eco una advertencia: aquí el tiempo ha dejado de pasar. Ellas nunca atienden al presente, vienen siempre del pasado, traen memoria. El tiempo es una cosa inexistente, al menos para un segmento de las imágenes, para aquellas que han sido producidas por un proceso técnico, una habilidad creativa que se comporta como régimen y les somete a existir alienadamente a su materialidad, al objeto que les da cabida en el mundo. La imagen-materia vive, dice Brea, encadenada e indisolublemente unida a su objeto-soporte, haciendo suya esa vida inerte e incambiante que acaso es más propia de lo mineral. Son entonces, las imágenes materiales resguardo de la memoria:
Pero ello es así porque son ellas mismas las que están detenidas, estatizadas. Ellas capturan, y retienen, un tiempo único- son todo lo contrario, por ejemplo, de un espejo, siempre dispuesto a llenarse de cualquier presente, infieles siempre los espejos- para entregarlo a lo intemporal. Y si lo logran es porque su tiempo interno- no, para ellas no hay narración, no hay secuencialidad- es precisamente uno, único, un tiempo congelado, detenido, estático.
Esta especie de imagen, y digo especie porque Brea es un arqueólogo de la visualidad que acuciosamente elabora una taxonomía de las imágenes producidas y reproducidas por el hombre para revelar su razón, funciona como disco duro del mundo, la imagen materia devuelve al mundo el tiempo en que ha sido, volviendo otra vez a ocurrir en diferido, el mundo de la imagen materia es para Brea un mundo en delay que no puede modificarse nunca, porque esa cualidad inalterable es precisamente lo que ella profesa, tiene la vocación de ser rescatada como única evidencia de respaldo histórico:
La imagen materia es una memoria ROM, de archivo rescatable, de back up, que pone toda su potencia mnemotécnica al servicio de una promesa-garantía: la del –eterno quizás- retorno de lo mismo.
Esa condición de ser recuerdo, ha sido característica de las imágenes materializadas desde que han venido a aparecer entre nosotros, pero con el tiempo, otra vez el tiempo, ganaron otra particularidad. Una vez secularizadas las imágenes, abolidas de un servilismo enclaustrado, todo objeto que es puesto en signo de algo para representarle visualmente promete también una singularidad. El objeto artificial es único, es un objeto singularísimo que comparte su indivisible condición con el artista creador, el individuo que crea es un sujeto singular. Al mismo tiempo se nos hace creer que quien observa la singular obra se desprende del común de la gente.
La imagen-materia necesitará entonces aparecer en algún lugar, ser dada a los ojos para su contemplación, y toda vez que está sujeta, incrustada en el cuadro, en la cosa que le soporta, el lugar que le será asignado para su presentación in situ ha de ser también materializado: El Templo o el Museo sirven de contenedor de los objetos materializados, singularísimos y por ello mismo -por su escasez-  sobrevalorados en las economías de los capitales simbólicos. El espacio consagrado a la exhibición de las imágenes artísticas ostentará entonces un estado extraordinario y el flujo ceremonioso de asistir al espectáculo se llevará a efecto como acción ritualizada.
[…] necesitará desde luego ritualizar el lugar, otorgarle a éste un estatus propio, separado del registro ordinario. Así, la propia carga de potencia simbólica de las imágenes no es ajena ni separable de la propia ceremonialización del lugar en que ellas se dan, como alejadas del ritmo y del escenario del día a día, del propio orden cotidiano de la ciudad.
El Film. Otra especie, otra forma de recuerdo que no se diluye en el tiempo, pero fluye continuamente en un devenir que narra lo que el momento en que la imagen se mueve permite mostrar. Aquí no hay permanencia, la promesa de lo eterno se aleja mientras la imagen se siga moviendo, acaso lo único que promete es inconsistencia, el carácter pasajero de una secuencia.
Si la eternidad no le es dada a resguardo, el Film, en cambio, se aviene a la capacidad de prolongar su aparición en un período específico, hace del tiempo una cosa propia y sucede en él.
La imagen aquí parece moverse, ahí donde termina un cuadro comienza el otro, sucesivamente, su aparición ya no es estática, pide al ojo que guarde el recuerdo del fotograma anterior y complete el siguiente con el siguiente hasta hilar una historia, un relato. La narración del Film es un aprendizaje propio de la retina:
Llamaremos a ésta una memoria REM- de rápido movimiento de ojo-: una memoria que lo es de resonancia breve, de reposición atenuada de cada impresión anterior- de cada fotograma o imagen precedente {…]
El Film es una construcción narrativa que hemos aprendido a leer con los sentidos, la vista entre ellos, que colaboran conjuntamente para sobrevivir a la experiencia.
[…] su capacidad para invocar una experiencia sinestesia satisfactoria de tangibilidad del espacio visto: de su capacidad de hacer sentir que el espacio óptico es, a la vez, un espacio háptico.
Un acto de magia. Como promesa de prestidigitación desaparece la materia y desaparece la espacialización. El Film puede ya no ser una cosa tangible y su espacio, antes también ritualizado, puede ser cualquier espacio, sin ceremonia ni colectividad.
Tercer acto: la aparición; la imagen proyectada es un haz de luz que atraviesa las tinieblas, en un tiempo suyo, mientras acontece lo que va narrando.
E Image. Un conjunto de bytes, un almacén de información que se presenta en pantalla. Nuevos dispositivos-residencia de las imágenes. Aquí la imagen desdeña el lienzo, no quiere ser materia y existe independiente de soporte alguno. Se muestra a los ojos a placer y a placer desaparece; está siendo y negando ser vista caprichosamente, va de pantalla en pantalla modificando sus propiedades, transformando sus apariciones.
Como las imágenes mentales- las imágenes de nuestro pensamiento-, las electrónicas sólo están en el mundo yéndose, desapareciendo. Por momentos están, pero siempre dejando de hacerlo. Como lo espectral, su ser es el de las apariciones- y, como ellas, se apresuran rápido a abandonar la escena en que comparecen-. Son al mismo tiempo, (des) apariciones.
El acontecimiento de las imágenes electrónicas  es como un estar siendo, siempre en gerundio, o, mejor, pudiéramos decir un están siendo, en plural, pues la particularidad aquí encuentra su fin, el objeto singularísimo se ha quedado en las paredes de algún Templo o un Museo. La imagen hecha de bytes no es una sino legión, dirá Brea.
Cada una de ellas es cualsea, que, siendo uno entre muchos, es al mismo tiempo la totalidad posible de la serie vertida infinitas veces.
Benjamin  se había dado cuenta de que lo relevante en aquella era fue el carácter de reproductibilidad de las imágenes, donde el original flotaba como un aura en cada copia. Brea señala que aquí, en la era de la imagen electrónica, la productibilidad infinita  es lo que da el sentido aurático a la aparición de todas, una voluntad de ser todas las veces posibles en cada una de sus advocaciones, en cualquier lugar, en todos a la vez; porque se ha roto ya el culto del espacio, la utopía de ubicación, la necesidad de que la imagen sea vista en un lugar.
Ubicuidad entonces. Si no eternidad, ni espacio, ni ritual, la imagen aparecida por píxeles se despliega omnipresente y sin memoria, o como memorias del olvido porque ya no tiene sentido acordarse, porque para que ellas sucedan han tenido que dejar de existir:
Para que las cosas- los acontecimientos, con toda su fuerza metafísica- tengan lugar, han de, en cierta forma, dejar de existir en el tiempo. O, por lo menos, sustraer parte de la energía que como tal- como existentes- tenían en tanto que eventos desplegados en esa dimensión-  la de ser en el tiempo, la de ser tiempo- para adquirirla o transformarla en otra- la de ser en el espacio-.
Como la idea de un dios caprichoso que se niega a revelarse y se resiste a aparecer materializado entre nosotros para existir todopoderoso en el espacio sin tiempo.
Memoria RAM. Imágenes que permiten el acceso a su interior para ser modificadas y seguir guardando todas las transformaciones de su ser. Inmemorias, anarchivos, les ha llamado José Luis Brea a las imágenes electrónicas, archivos que no recuerdan y se muestran como apariciones.
Dejar de existir en el tiempo para tener lugar en la memoria es lo que el crítico español ha logrado hacer con su trabajo; la obra de Brea nos recuerda que es preciso olvidar para trascender en el espacio. Sin duda, las tres eras de la imagen son testimonio de su notable trascendencia.
In memóriam: Descanse en paz José Luis Brea.


[1] Todas las citas aquí mencionadas se refieren al último texto del crítico español José Luis Brea publicado por AKAL/ Estudios Visuales, Madrid, 2010, Las tres eras de la imagen.

LETRA, CREACIÓN Y RAZÓN

La libertad de la letra.

El sentido no es nunca simple […], y las letras
que forman la palabra […], por más que cada
una de ellas sea racionalmente insignificante,
están buscando entre nosotros, sin cesar,
su libertad, la de significar otra cosa.
(Roland Barthes. Lo Obvio y lo Obtuso).

La letra es el primer indicio, y el mínimo dispositivo tal vez, de nuestra racionalidad icónica, el pensamiento complejo del hombre se sintetiza mediante un arte tan sofisticado como es el lenguaje y otorga a la imagen plástica de las letras la responsabilidad de ser portadoras de voces, de ideas, de razones, de emociones, tiene siempre la gratitud de presentarnos lo ausente en una imagen, en un trazo.

Aristóteles había definido, ya hace más de dos mil años, al humano como un animal político y esa interacción con los demás de su especie le ha obligado a establecer contratos de entendimiento para construir el bien común. Las imágenes ayudaron al género humano a erigir su propio modelo de la realidad. Basados en las apariencias, los mensajes visuales ayudaron a mostrar las entidades físicas y metafísicas que justificaban la existencia del ser y su correspondencia con el universo. La relación mimética de las inscripciones gráficas primarias con el mundo exterior son evidencia de que la razón concreta sus interpretaciones en la plasticidad de sus figuraciones, muy a pesar de los errores que puedan existir entre la imagen y su proximidad con la verdad, la iconicidad de las ideas fundó el entendimiento de la humanidad. Los códigos originales que anteceden a la mayoría de los alfabetos usados hoy en día provienen de la abstracción de una noción:
El origen de la escritura está unido al de la representación gráfica. Antes de ser propiamente letras, los caracteres tuvieron aspecto de pájaro, de ojo, de hombre o de sol. De hecho, las primeras manifestaciones gráficas del hombre se consideran el precedente necesario para la posterior aparición del alfabeto. Es lo que se conoce como protoescritura: pinturas en la pared, signos en el barro, rayas en la roca, muescas sobre hueso o madera, imágenes, signos o acciones que transmiten mensajes.[1]
Es así que los primeros pictogramas, y posteriormente los ideogramas, sugieren el prototipo sintetizado de un concepto, ilustrado dócilmente y con el mínimo de elementos para acelerar las operaciones cognitivas de significación. Todo grafismo inicial fue producido con la intención de reducir las acciones que mentalmente realiza un individuo durante la asociación de una imagen percibida con su significado. El ahorro de energía es propio de los seres vivos y sucede por instinto de supervivencia, la complejidad del pensamiento humano insiste en acortar distancias para hacer conclusiones lógicas de la manera más rápida, brinda respuestas inmediatas a los estímulos recibidos e interpreta al mundo ágilmente para demostrar la superioridad de su intelecto. El lenguaje es uno de los instrumentos mejor elaborados donde se hace válida la economía energética, en los textos de largo aliento, por ejemplo, se puede apreciar que la frecuencia de aparición de una palabra es inversamente proporcional a su rango (ley de Zipf): las palabras con mayor longitud aparecen menos veces que aquellas que se construyen con pocas letras.

Basado en esa economía, la articulación de un signo visual que oscila de lo icónico a lo plástico, es decir, de lo concreto a la síntesis abstracta, sirve para disminuir las rutas cognitivas y establecer conclusiones rápidas de interpretación. Así, la letra con el devenir del tiempo se ha convertido en la síntesis gráfica de una idea compleja que ayuda a reducir esfuerzos y acelera la comprensión de los conceptos.

Entonces podemos afirmar que las letras y su uso han sido proyectados para simplificar el entendimiento político. Esa capacidad de comprensión social, ágil e inmediata, es una condición oportuna de la palabra tallada o impresa, que permite organizar claramente la estructura del pensamiento, gracias a su plasticidad. Aunque ese orden estructural dependa de verdades relativas existe, en la escritura, la promesa de un acuerdo y asimismo, se advierte en ello una autoridad implícita: nos damos por enterados con mayor certeza si los convenios se asientan por escrito, o bien cuando seguimos instrucciones al pie de la letra. Los significantes gráficos han ajustado pertinentemente  su ethos para demostrar contratos y verdades, sobre todo en la organización política.

El pueblo hebreo relata su fundación basada en una lito-inscripción donde se redactan las leyes de una voluntad divina: “Sube a mí al Monte (dijo Jehová a Moisés) y te daré tablas de piedra, y la ley, y mandamientos que he escrito para enseñarles”. Seguramente una especie de constitución política grabada en piedra para legitimar su autoridad y prevalecer en el tiempo como un testimonio de fe. ¿No era suficiente con el relato hablado? De igual forma, el texto impreso, desde hace ya más de cinco siglos, ha sido el instrumento preciso para paliar el carácter efímero de la palabra hablada, la oralidad se desvanece casi al mismo tiempo en que se pronuncia, se pervierte y permuta. El libro permanece más allá de su tiempo, es autoritario y hablará con aquellos que todavía no han nacido, será testigo y cómplice de la memoria.

La organización de las letras estructura el pensamiento individual y las normas sociales.

Así que no podemos hablar de una separación entre el razonamiento y la imagen, entre la cognición y la percepción, entre la letra y su connotación semántica. Nos ejercitamos, por costumbre, en hacer uso de las letras para formular vocablos y eso nos hace pensar que es hasta entonces que adquieren un sentido, que la letra sola está vacía y que su empleo está sometido a la voz.

Resulta en vano afirmar tal alejamiento entre el signo y su significado, tal como la dicotomía entre el cuerpo y el alma, pues señala Roland Barthes: “precisamente existe un espíritu de la letra, que vivifica a la propia letra”.[2]

Bajo ese postulado se intenta aquí otorgar a la letra su libertad expresiva, afirmar en lo sucesivo que el carácter formal de las fuentes tipográficas no es una casualidad estética, y que cada una de las letras que forman la palabra es portadora de su propio significado.

Sin embargo, aprendemos, por tradición, que las letras forman palabras y las palabras se transfiguran en voces, es entonces cuando se vislumbra un sentido: la asociación de ideas genera la significación de un texto. En ese tenor, los 26 signos del alfabeto latino se han mantenido al servicio de la lengua para, ordenadamente, cumplir su labor de constructoras de palabras. La letra, en el mundo occidental, es un instrumento que le da “cuerpo” a las ideas; una tesis seguramente heredada de la filosofía iconoclasta platónica donde las palabras y las cosas están subordinadas al mundo de las ideas.

Alejandro Tapia menciona más precisamente:
“Lo que encuentro es que tal postura es más bien histórica y artificial y que nace con la filosofía, que siempre ha sido iconoclasta y considera que las imágenes son sólo mera apariencia. Desde Platón, la filosofía ha considerado que la aproximación a la verdad y a lo justo, es un acto basado en la razón y que las apariencias externas sólo se prestan a la confusión”. [3]
Pero la historia misma ha contrariado a la filosofía, incluso la ciencia toma prestadas acciones e imágenes concretas para demostrar sus teorías, pues las ideas abstractas sólo pueden concebirse como un simulacro de las apariencias que acontecen diariamente.

La letra es pues, la intuición gráfica de un razonamiento o de una idea, su apariencia es más que la reminiscencia del aliento. El valor fonético que representan es apenas la voz que les despierta para provocar la múltiple conjugación figurada con otras letras.

El arte combinatorio de cada letra con otras letras produce un efecto alquimista, casi mágico, donde la soledad de la letra (la letra sola es inocente, dice Barthes) renuncia a su status inocuo  para convertirse en piedra, lluvia, espada. Esa mezcla de caracteres augura la posibilidad de pronunciar al mundo entero, y cuando nombramos al mundo, nos “abrimos” al exterior y logramos artificialmente “sacar” de nosotros todo aquello que pensamos: concebimos así la expresividad.

Existe una relación de contigüidad inalterable entre la expresión y la impresión, toda vez que presionamos hacía fuera las ideas que contenemos, siguiendo un patrón de figuras ontológicas de acuerdo a la teoría de la metáfora de Lakoff y Johnson,[4] donde el individuo se considera un recipiente, desplazamos ese contenido inevitablemente a otro depósito. Entonces alguien (un recipiente) se expresa y alguien más recibe el contenido en su interior: le causa una impresión.

El lenguaje es un canal por donde fluyen las ideas en espera de que otro las recoja, pero ese evento debe ser inmediato, una experiencia frente a frente. La palabra, en cambio,  encuentra en la escritura (en la letra) un receptáculo que asegura su permanencia más allá del suceso, en la transgresión incluso del tiempo-espacio, la ubicuidad del receptor permite hacer muchas y variadas interpretaciones y éstas pueden cambiar de lector en lector y de lectura en lectura.

La voz deja su rastro en la escritura, como una huella en el tiempo, confía al texto su impresión correspondiente para después. Las letras guardan el sentido expresivo de la palabra: La palabra se expresa y la letra se imprime.

De acuerdo a la primera tesis, en que la letra es sometida a la voz, la utilidad de los caracteres termina en el momento de estampar los tipos sobre el papel.

Sin embargo, la afirmación que conviene para demostrar que la letra mantiene su propia expresividad y confiere una impresión independiente de la lingüística, es aquella que propone a la letra como un signo que tiene un espíritu libre y, como imagen es portadora de una carga expresiva, estética y cultural que está profundamente relacionada con todos los factores que intervienen en un mensaje visual.[5]

La forma gráfica de la letra se manifiesta como una alegoría de la vida, de las acciones y las construcciones humanas y esa evocación que se presenta en sus rasgos nos regala un significado nuevo, aparte del lingüístico. La  imagen del grafismo revela una intención de sentido que funciona como argumento notable de todo el discurso, más allá de la sintaxis. La letra cobra vida propia una vez que está impresa, cada estilo tipográfico es prueba de que su logos, lo que intenta decir, está dentro de su composición formal y no fuera de ella, como erróneamente se ha querido declarar. Antonio Rivera comenta:
En términos generales existe una tendencia a reducir el logos a los argumentos expresados de manera lingüística o con palabras. De hecho es común establecer una relación de sinonimia entre logos y palabra. Sobra decir que lo anterior ha impedido que veamos con claridad el poder persuasivo de las imágenes y en el caso que nos ocupa, del diseño gráfico y la tipografía.[6]
La construcción gráfica de la tipografía nos hace ver, que hay inferencias lógicas en su forma, luego entonces, las letras poseen argumentos que visten al discurso lingüístico de un carácter que ayudará no sólo a la legibilidad del texto, sino a la credibilidad y solidez del mensaje.

El significante cobra una importancia relevante en el lector a través de la forma, la sensación y la emoción se presentan en la representación misma de la letra.

Es emocionante adivinar en las letras romanas lo impetuoso de su imperio, las formas fuertes y largas, impecablemente erectas, como metáfora del perfil monumental de su cultura, tienen una analogía directa con las columnas de sus edificaciones. Los textos latinos mantienen vivo el espíritu del humanismo, el urbanismo y la claridad de pensamiento ordenado que el imperio Romano heredó a la filosofía occidental. El estilo tipográfico pone en un estado de ánimo propicio al lector para acompañar sus argumentos, el pathos que proclama la ilustración de la letra demuestra que la forma tipográfica tiene la intención de provocar sensaciones y alentar la elocuencia de lo que se esta leyendo. El uso que hacen los romanos del alfabeto para sus mensajes lapidarios, dota a los caracteres, más allá de su mera función lingüística, de un nuevo potencial y de un gran peso formal, adquirido gracias a la aplicación del efecto de modulación y al trabajo tonal de los caracteres y del conjunto.[7]

Casi simultáneamente, la letra semiuncial es adoptada por la mayoría de los textos religiosos. La hegemonía de la Iglesia centro-europea elaborará su escritura sagrada, durante toda la Edad Media, de manera clara, legible y acompañada de imágenes que prueban la existencia de dios, así como de pasajes hagiográficos que sirven como argumentos irrefutables de su autoridad:
Si nos fijamos en las iluminaciones de los textos medievales nos encontramos con que están informando al lector de que no se trata de palabras ordinarias, si no de textos sagrados. En este caso los manuscritos se convierten en íconos al mismo tiempo que se comportan como textos.[8]
La letra gótica presenta un razonamiento ético relevante para el convencimiento de los fieles, cuya apreciación oportuna de ese argumento gráfico fue provechosamente utilizado por la Iglesia. El contenido formal de su trazo está intrínsecamente relacionado con el ethos de quien escribe, así perdurará su impacto y una mayor probabilidad de persuasión.

Leemos en la letra a la palabra que enuncia y al mismo tiempo leemos también su imagen. El creativo y el editor de textos vendrán a abolir la servidumbre que padece la letra con la función lingüística, le dará su libertad sígnica a los caracteres tipográficos. La fragilidad de la palabra se fortalece en la forma gráfica de la letra, conjuntamente, la razón y la percepción visual le dan sentido al discurso de un texto impreso.

La expresividad de la letra la encontramos en la letra misma, ahí están impresas también metáforas cargadas de un sentido cultural y declaran su apostasía al grado cero: un estado neutral de significación que reclama la transparencia tipográfica para ser utilizada con fines puramente funcionales:

No existe ninguna tipografía -ni siquiera las ortodoxas Helvética o Univers- que carezca de connotaciones, que no tenga referentes históricos o estéticos, o que no produzca ningún efecto evocador, sentimental, emocional, alegórico o de cualquier otro tipo posible.[9]

Esa renuncia de la letra de quedarse al margen del sentido, es aprovechada en la plasticidad de las artes, en la literatura misma, en los mensajes visuales que portan, además de voces, figuras que enriquecen el discurso.

Hoy en día, el creativo tiene un repertorio tan variado de estilos tipográficos como públicos posibles. Utiliza hábilmente, apartado de la inocencia, todos los conceptos, ideas, metáforas que acompañan a la letra para expresar otras cosas y hacer valer la enorme racionalidad significante de la letra.

La libertad de la letra conviene en beneficio de la creatividad pues es propio de la creación expresarse; y rescatar el sentido expresivo de los caracteres tipográficos supone otorgarle a la letra un argumento en cada una de sus líneas.
  
Creación y experimentación visual

Es el artista quien, en primera instancia, despliega las alas de las letras, encuentra en ellas un refugio para ejercer su creación, el encanto plástico de la letra es seductor y pone de manifiesto el valor expresivo propio de la letra.

El concepto tradicional de arte se concibe como toda habilidad creadora y las acciones que construyen la obra se manifiestan en la poiésis, luego traducida como poesía, donde cabe aclarar que el término original no es exclusivo de la literatura. Para Aristóteles la poesía es imitación, mimesis, un eco de las percepciones cotidianas válida para todos los sentidos y con ese objetivo el artista descubre nuevos nombres para pronunciar su realidad. De hecho, la palabra imagen está derivada de la misma raíz latina: imitare, luego imago, luego imagen e imaginación. ¿Es que los primeros artistas rupestres no imitaban ya a la manada de bisontes tallando su figura en la piedra? ¿El sol, el pájaro, el grano de trigo y el buey no eran modelos de imitación en los primitivos alfabetos? Las inscripciones lapidarias de las letras romanas, que ya hemos mencionado, son precisamente imitación de las sólidas columnas que sostenían a la ciudad. Pero la creación también es ficción y un halo metafórico envuelve la plasticidad de las letras, de la pintura y en general de toda representación visual.

Todo arte o techné ejerce la actividad de realizar su tarea a partir del pensamiento, hemos hablado que el lenguaje es un instrumento mediático entre la imagen y el razonamiento, así que la figuración de la letra, como símbolo gráfico ha sido un recurso frecuente en las artes visuales.
La idea de los artistas de alcanzar un lenguaje en donde imagen y oralidad, signo lingüístico y símbolo plástico se encuentren en uno solo indivisible, se ha desarrollado históricamente una y otra vez.[10]
Para muchos artistas, el lenguaje y la forma gráfica de la tipografía se retroalimentan simbióticamente; y de manera experimental conciben un metalenguaje interesante para explotar esa riqueza de sentidos entrelazados: el de la expresión lingüística y el de la imagen-símbolo de la letra.

Hablar de poesía visual, es afirmar que se trata de un ejercicio estrechamente relacionado con el estudio de la letra porque hace uso de las formas tipográficas para significar nuevos escenarios del mundo y generar un sentido de correspondencias sígnicas, que suceden a un mismo tiempo y en un mismo espacio, sin embargo, su estudio merece una observación amplia, y en esta ocasión haremos sólo una breve aproximación al fenómeno por considerarlo de suma importancia en relación con la tipografía.

Aunque los primeros experimentos visuales de la poesía corresponden a las corrientes vanguardistas, hay antecedentes de ejercicios gráficos desde el S. IV a.c. de Simmias de Rodas, quién está considerado-según afirma Manuel Sesma en su libro Tipografismo-como el autor de los primeros “versos figurados”, a través de piezas como “las alas”, “el huevo”, o “el hacha” (Fig. 1), que combinan la longitud variable de los versos y la tensión lineal del alfabeto para permitir al lector recomponer a lo largo de la lectura la forma del objeto descrito.[11]

También existen otras versiones de interacción poético-plástica que datan del siglo XVI (los Carmina figurata, de Raban Maur) pero más que como una propuesta estética se consideran producciones crípticas con la intención de poner al lector en juicio para descifrar algún mensaje oculto.

Es hasta principios del siglo XX que se realizan reflexivamente producciones artísticas de la poesía visual: el simbolista francés Stephan Mallarmé publica en 1914 el libro-poema un coup des dés jamáis n´abolira le hasard, (una tirada de dados jamás abolirá el azar) (Fig. 2). Mallarmé encuentra un juego inteligente entre la verbalidad del poema y la visualidad de las letras, la disposición sugestiva de la tipografía es un vaivén de formas y figuras que provocan un ritmo cadencioso entre lo que se lee y lo que se ve. El libro es una imagen completa, a doble página, el poema se despliega como una partitura interminable que liga la palabra, la letra, el tiempo, la forma y el espacio sobre el papel desnudo. El poeta francés ha encontrado la expresividad de la letra y con ello va a proponer nuevas relaciones entre la página en blanco y la tinta negra con  la que se escribe. Waldo González comenta al respecto que la tipografía libre que desarrolló Mallarmé rompió con la idea de la literatura que prevalecía hasta entonces y con las normas que regían la página impresa. Luego declara en extenso que:
Mallarmé inicia con Un coup des dés una nueva forma de relación entre lo escrito y el espacio en el que se escribe. No busca representar-dibujar en el papel lo que describe, como los caligramas, sino organizar las palabras en el espacio del papel.[12]
Los caligramas son una variante de la poesía visual donde la forma plástica de la letra y su disposición encuentran un camino figurativo que muestra una imagen en relación con el texto: el caligrama es el dibujo del pensamiento, o la escritura de la escritura misma.

Guillaume Apollinaire es atraído desde muy joven por los ideogramas chinos, seguramente por las fantásticas imágenes que ofrecen en sus textos, y retoma la idea de componer líricamente una pintura con palabras. El sentido lingüístico de la poesía de Apollinaire coincide con la imagen formada por las letras, una elaboración cuidadosa en que coincide la forma producida por la letra y la palabra compuesta por ella.

Apollinaire encuentra la unificación de literatura y la pintura, los trazos de las tipografías apoyan su sentido plástico al mismo tiempo que compone un paisaje con palabras, sus caligramas conservan  en su discurso un contenido figurativo y en su dibujo una expresión semántica:
Con Apollinaire se manifiesta la importancia de la unidad de la página, que había mostrado Mallarmé, y se juega de forma abierta con la identificación y la ambigüedad entre expresión plástica y literaria.[13]
Aunque los caligramas resultan ser redundantes, porque la imagen que figuran es la misma que describen, el poema resultante es entusiasta por presentar la forma de las letras en su máxima expresión plástica.

La letra no es más un servilismo que obedece a la voz, el poema experimental vivifica la palabra por medio de la letra impresa, aprovecha su forma y su expresión en un concilio favorable para la creación de los discursos visuales.

La razón de la tipografía

Es en el diseño gráfico donde verificamos con mayor certeza la utilidad de las letras, ahí es donde se justifica racionalmente la existencia de tan variados estilos tipográficos, pues se ha dicho ya que la forma de los tipos no es un accidente estético y además de lo bella que nos pueda parecer, una fuente tipográfica ayuda a inventar las pruebas necesarias para convencer, porque hay en sus líneas, argumentos favorables al discurso.

Las nuevas tecnologías han facilitado al diseñador tener a mano una colección extensa de tipos para tomar la decisión correcta de usar oportunamente las formas que nos ofrecen y esa decisión implica el compromiso de saber exactamente lo que estamos buscando decir. El estilo tipográfico tiene que ver precisamente con la forma en que debemos expresarnos pertinentemente en cada ocasión, para cada tipo de auditorio y con la adecuada intención. En relación a la expresión o elocución, Aristóteles señala en el Libro III de su Retórica: [...] dado que no basta con saber lo que hay que decir, sino que también es necesario decirlo como se debe.[14]

Esto es, cuando el diseñador acepta el reto de resolver un problema de comunicación gráfica es porque tiene, en el caso de la tipografía, las competencias suficientes para discriminar entre todas las posibilidades de producir un texto, aquella que le sea más favorable, lo cual no es tarea fácil, pues los problemas de diseño pertenecen al campo de lo contingente: son situaciones donde ningún factor es necesario ni verdadero, condicionadas por variables que pueden tener muchas opciones de llegar a una solución y donde el producto esperado (un libro, un cartel, un logotipo, etc.) ni siquiera se conoce, pues está en proceso de llegar a ser y su existencia puede presentarse de muchas maneras. Los problemas de diseño se solucionan basados en probabilidades. Y como el fin de la disciplina no se localiza en su principio, y tiene un carácter indeterminado, conviene a la definición de problema de diseño como aquel que puede tener indefinido número de soluciones.

Las probabilidades de elegir una fuente tipográfica son tan vastas que el proceso de creación se vuelca en una encrucijada, las muchas probabilidades ponen en crisis la decisión; todas las alternativas se vuelven variables y la única constante es la incertidumbre:

Parece ser que la incertidumbre ocurre como parte del mundo cotidiano, suele observarse como un factor constante en las decisiones del individuo y también determinante en los cambios de las estructuras sociales, bajo este principio, no cabe separarlo de la actividad del diseño, sino más bien considerarlo como el eje que justifica su acción práctica.[15]
La incertidumbre es una condición normal, propicia y necesaria para la creatividad, pues son los retos precisamente los que hay que sortear y como afirma Umberto Eco, “para poder inventar libremente hay que ponerse barreras”.[16]

Así que, ¿cómo decide el diseñador la fuente más adecuada para su discurso? ¿Es la forma o la función lo que determina la decisión? ¿Qué es lo que busca exactamente el diseñador cuando elige una letra? La capacidad argumentativa del creativo consiste en la deliberación adecuada para proponer una solución e inventar las pruebas suficientes para convencer, desarrollar intelectualmente lo que los antiguos oradores griegos denominaban Kairós: la ocasión oportuna de señalar lo conveniente en un discurso considerando al auditorio para moverle a realizar una acción.

Las muchas advocaciones de una “a” confirman precisamente que la utilidad de la letra no es reductible a la semejanza del sonido /a/, y que además el diseñador está intentando resolver un discurso donde la imagen es preponderante y el producto diseñado ha de conservar la unidad gráfica para leerse como un todo, donde aquello que se ve coincida con aquello que pretende sea leído.

Es frecuente que el diseñador afirme que lo que está buscando en una fuente tipográfica para realizar su discurso sea la legibilidad, y en efecto, un texto debe facilitar su lectura, las formas de los tipos elegidos han de ser amables para la interpretación del usuario, el carácter gráfico de la letra presenta rasgos que coinciden con las características conceptuales de un lector modelo determinado, la accesibilidad de la letra está en su expresión; es decir, la elocución, que según Aristóteles está íntimamente ligada al estilo y sus dos grandes virtudes son: la claridad y la propiedad. Pero no podemos suponer que la legibilidad dependa únicamente de factores ergonómicos, existe un paradigma en torno a lo legible de la escritura donde se afirma que “las letras con patines son más fáciles de leer porque sus remates suceden uno tras otro sugiriendo la unión entre los caracteres y no se corta la lectura”. Muchos diseñadores adoptan esa creencia como un axioma. Pero la claridad depende más bien del tipo de auditorio y de sus competencias interpretativas, aquello que está acostumbrado a ver y comprender del mundo en ciertos campos sociales, ya se ha señalado con anterioridad que la letra gótica fue durante muchos siglos adoptada en la Europa Medieval por considerarse de fácil lectura, así que la legibilidad es muy relativa, pues el caso de las unciales puede derivarse de la frecuencia de su uso, cuantas más veces se repiten los eventos que percibimos, más fácilmente los interpretamos, lo mismo que sucede hoy en día con la habitual Helvética o la Times New Roman, que debido a la insistencia de su uso nos llegan a parecer hasta “neutrales” y de una alta legibilidad.

La claridad y la propiedad que menciona Aristóteles, en relación con el estilo, tienen que ver más propiamente con las nociones que el público entiende por bien conocidas y le son familiares, una fuente tipográfica debiera decirle al lector “este mensaje es para ti” y que sus características formales guardan evocaciones metafóricas que corresponden a lo que ese público concibe por verdadero, o al menos le parece verdadero. Por ejemplo, un editorial que presente una retícula tan flexible que permita romper las reglas ortodoxas, con fondos oscuros y elementos en negro y rojo usando una tipografía “agresiva”, “rebelde” y con remates pronunciados para sus titulares y tal vez un estilo precisamente gótico en el cuerpo de texto, puede parecer altamente legible para un auditorio cuyas preferencias coincidan con el género “dark” o “punk” por ser estéticas afines, en cambio un individuo acostumbrado más bien a la novela literaria de largo aliento le resultará difícil de leer aquella propuesta tipográfica. 

El diseño de un mensaje para convocar a la democracia en los comicios electorales pretende llegar a todos los miembros de una comunidad, por ello conviene utilizar letras con rasgos bien conocidos por todos: una acción democrática en sí misma.
(Fig. 3, 4 y 5)

Podemos colegir entonces que lo que está detrás de la elección de una letra, son justamente argumentos y éstos deben ser evidentes para el lector en cuestión, pues forman parte de su vida cotidiana, claramente lo afirma Aristóteles: [...] más bien se necesita que las pruebas por persuasión y los razonamientos se compongan de nociones comunes. Luego entonces el texto tendrá altas probabilidades de ser legible y por tanto, causar convencimiento.

Las rutas deliberativas que sigue el diseñador para elegir una letra en sus discursos visuales son variadas, puesto que los problemas a los que ha de enfrentarse son indeterminados y cada caso presenta diferentes soluciones posibles. Pero confiando en la observación podemos señalar que el creativo regularmente elige una fuente tipográfica:

1)    Por un criterio de “buen gusto”.
2)    Por su funcionalidad.
3)    Por alguna relación metafórica.
4)    Por el perfil del usuario.
5)    Por lo que el texto mismo declara.

En el primer caso es el juicio estético del diseñador quien rige la decisión, el carácter, la limpieza de sus formas, la elegancia o cualquier acuerdo relacionado con el criterio íntimo del realizador del mensaje, y aunque esa postura es arbitraria, frecuentemente el diseñador adopta esa autoridad como si le fuera concedida por derecho propio del oficio.

Cuando un diseñador busca la función de la letra por encima de sus formas simbólicas está preocupado por su reproductibilidad o soportes, lo cual técnicamente, es un criterio bien dirigido, pues está pensando en una planeación completa del diseño donde existen determinantes que pueden afectar el proceso: el tipo de papel o sustrato, el sistema de impresión, la cantidad de ejemplares o la plataforma si hablamos de sistemas electrónicos de comunicación. Sin embargo, si sólo es ésa su inquietud, se corre el riesgo de desaprovechar la plasticidad de las letras y su conveniente elocuencia.

El caso de la analogía sucede cuando preferimos la forma de una letra por encima de otra diferente porque se parece más (descubrimos semejanzas) a los contratos conceptuales que construyen el discurso. El trazo y la representación de una letra, tienen una evocación metafórica, lo cual puede ser muy conveniente para presentar argumentos figurados dentro del mensaje, siempre y cuando se cuide de no ser redundante (como el propósito de los caligramas), pues es un error frecuente que si hablamos por ejemplo, de un ambiente frío utilicemos una letra revestida de escarcha (igloo laser font) o si es “amor” entonces una fuente que en su trazo se adivine un corazón (words of love font).

Si decidimos utilizar una fuente tipográfica haciendo un análisis crítico del usuario, o destinatario, podremos encontrar premisas más certeras de lo que queremos decir y cómo debemos decirlo. Cada razonamiento que podamos descubrir en el comportamiento del auditorio, ayudará a disminuir la incertidumbre y las probabilidades, teniendo una mayor seguridad de tomar la elección correcta de un estilo de letra.

La interpretación de un texto debe coincidir con los argumentos plásticos de la letra con que está escrito, de esta manera se apoya la tesis central del mensaje. Así, lo que un texto declara, pondrá a la vista un ejercicio simbiótico entre lo que se observa, lo que se lee y lo que debe comprenderse.

La letra está viva, queriendo decir mucho más de lo que enuncia y el diseñador habrá de valorar oportunamente todas sus cualidades expresivas para utilizarlas en provecho de un discurso bien argumentado.


BIBLIOGRAFÍA

Aristóteles. Retórica. Gredos, Madrid, 1994.

Barthes, Roland. Lo Obvio y lo obtuso. Paidós Comunicación, Barcelona, 2000.

Blanco Cousiño, Carlota en: El ensayo, una forma creativa de expresión, en Ensayos sobre diseño,                tipografía y lenguaje. Encaudre-designio. México, 2004.

González Ramírez, Waldo. Pensamiento y práctica del experimentalismo visual. Universidad Politécnica de Valencia. Valencia, 2006.

Gutiérrez, Daniel. Voces del diseño, desde la visión de Aristóteles. Encuadre-UIA, México, 2008.

Lakoff , George y Johnson, Mark. Metáforas de la vida cotidiana. Cátedra. Madrid, 2001.

Martín Montesinos, José Luis, Mas Hurtuna, Montserrat. Manual de tipografía, del plomo a la era digital. Campgráfic, Valencia, 2005.

Rivera, Luis Antonio. Sobre el carácter retórico de los caracteres tipográficos.

Sesma, Manuel. Tipografismo. Paidós, Barcelona, 2004.

Tapia, Alejandro. Pensando con tipografía, en Ensayos sobre diseño tipográfico en México. Designio, México, 2003.
  


RELACIÓN DE FIGURAS



(Fig. 1)  las alas (1) El huevo (2)  . S. IV a.c. de Simmias de Rodas.
(Fig. 2) un coup des dés jamáis n´abolira le hasard. 1914, Stephan Mallarmé.
(Fig. 3) Postal IEPC Jalisco. 2009, Olivia Hidalgo.
(Fig. 4) Postal IEPC Jalisco. 2009, Roberto Fleming.
(Fig. 5) Postal IEPC Jalisco. 2009, Daniel Gutiérrez.


[1] Martín Montesinos, José Luis, Mas Hurtuna, Montserrat. Manual de tipografía, del plomo a la era digital. Campgráfic, Valencia, 2005. pág. 40.  
[2] Barthes, Roland. Lo Obvio y lo obtuso. Paidós Comunicación, Barcelona, 2000. Pág. 104.
[3] Tapia, Alejandro. Pensando con tipografía, en Ensayos sobre diseño tipográfico en México. Designio, México, 2003. Pág. 12.
[4] Donde se explica cómo la metáfora no es sólo un ornato retórico, sino un recurso constante del pensamiento y de las acciones cotidianas, ver: Lakoff , George y Johnson, Mark. Metáforas de la vida cotidiana. Cátedra. Madrid, 2001.
[5] Sesma, Manuel. Tipografismo. Paidós, Barcelona, 2004. Pág.24
[6] Rivera, Luis Antonio. Sobre el carácter retórico de los caracteres tipográficos.
[7] Martín Montesinos, José Luis, Mas Hurtuna, Montserrat. Op. Cit. Pág. 43
[8] Sesma, Manuel. Op.cit. Pág.52
[9] Ibíd. Pág.23
[10] González Ramírez, Waldo. Pensamiento y práctica del experimentalismo visual. Universidad Politécnica de Valencia. Valencia, 2006.
[11] Sesma, Manuel. Ibíd. Pág. 86
[12] González Ramírez, Waldo. Op. Cit.
[13] Ibíd.
[14] Aristóteles. Retórica. Gredos, Madrid, 1994.
[15] Gutiérrez, Daniel. Voces del diseño, desde la visión de Aristóteles. Encuadre-UIA, México, 2008.
[16] Eco, Umberto, citado por Blanco Cousiño, Carlota en: El ensayo, una forma creativa de expresión, en Ensayos sobre diseño, tipografía y lenguaje. Encaudre-designio. México, 2004. Pág. 102.