La libertad de la letra.
El sentido no es nunca simple […], y las letras
que forman la palabra […], por más que cada
una de ellas sea racionalmente insignificante,
están buscando entre nosotros, sin cesar,
su libertad, la de significar otra cosa.
(Roland Barthes. Lo Obvio y lo Obtuso).
La letra es el primer indicio, y el mínimo dispositivo tal vez, de nuestra racionalidad icónica, el pensamiento complejo del hombre se sintetiza mediante un arte tan sofisticado como es el lenguaje y otorga a la imagen plástica de las letras la responsabilidad de ser portadoras de voces, de ideas, de razones, de emociones, tiene siempre la gratitud de presentarnos lo ausente en una imagen, en un trazo.
Aristóteles había definido, ya hace más de dos mil años, al humano como un animal político y esa interacción con los demás de su especie le ha obligado a establecer contratos de entendimiento para construir el bien común. Las imágenes ayudaron al género humano a erigir su propio modelo de la realidad. Basados en las apariencias, los mensajes visuales ayudaron a mostrar las entidades físicas y metafísicas que justificaban la existencia del ser y su correspondencia con el universo. La relación mimética de las inscripciones gráficas primarias con el mundo exterior son evidencia de que la razón concreta sus interpretaciones en la plasticidad de sus figuraciones, muy a pesar de los errores que puedan existir entre la imagen y su proximidad con la verdad, la iconicidad de las ideas fundó el entendimiento de la humanidad. Los códigos originales que anteceden a la mayoría de los alfabetos usados hoy en día provienen de la abstracción de una noción:
El origen de la escritura está unido al de la representación gráfica. Antes de ser propiamente letras, los caracteres tuvieron aspecto de pájaro, de ojo, de hombre o de sol. De hecho, las primeras manifestaciones gráficas del hombre se consideran el precedente necesario para la posterior aparición del alfabeto. Es lo que se conoce como protoescritura: pinturas en la pared, signos en el barro, rayas en la roca, muescas sobre hueso o madera, imágenes, signos o acciones que transmiten mensajes. Es así que los primeros pictogramas, y posteriormente los ideogramas, sugieren el prototipo sintetizado de un concepto, ilustrado dócilmente y con el mínimo de elementos para acelerar las operaciones cognitivas de significación. Todo grafismo inicial fue producido con la intención de reducir las acciones que mentalmente realiza un individuo durante la asociación de una imagen percibida con su significado. El ahorro de energía es propio de los seres vivos y sucede por instinto de supervivencia, la complejidad del pensamiento humano insiste en acortar distancias para hacer conclusiones lógicas de la manera más rápida, brinda respuestas inmediatas a los estímulos recibidos e interpreta al mundo ágilmente para demostrar la superioridad de su intelecto. El lenguaje es uno de los instrumentos mejor elaborados donde se hace válida la economía energética, en los textos de largo aliento, por ejemplo, se puede apreciar que la frecuencia de aparición de una palabra es inversamente proporcional a su rango (ley de Zipf): las palabras con mayor longitud aparecen menos veces que aquellas que se construyen con pocas letras.
Basado en esa economía, la articulación de un signo visual que oscila de lo icónico a lo plástico, es decir, de lo concreto a la síntesis abstracta, sirve para disminuir las rutas cognitivas y establecer conclusiones rápidas de interpretación. Así, la letra con el devenir del tiempo se ha convertido en la síntesis gráfica de una idea compleja que ayuda a reducir esfuerzos y acelera la comprensión de los conceptos.
Entonces podemos afirmar que las letras y su uso han sido proyectados para simplificar el entendimiento político. Esa capacidad de comprensión social, ágil e inmediata, es una condición oportuna de la palabra tallada o impresa, que permite organizar claramente la estructura del pensamiento, gracias a su plasticidad. Aunque ese orden estructural dependa de verdades relativas existe, en la escritura, la promesa de un acuerdo y asimismo, se advierte en ello una autoridad implícita: nos damos por enterados con mayor certeza si los convenios se asientan por escrito, o bien cuando seguimos instrucciones al pie de la letra. Los significantes gráficos han ajustado pertinentemente su ethos para demostrar contratos y verdades, sobre todo en la organización política.
El pueblo hebreo relata su fundación basada en una lito-inscripción donde se redactan las leyes de una voluntad divina: “Sube a mí al Monte (dijo Jehová a Moisés) y te daré tablas de piedra, y la ley, y mandamientos que he escrito para enseñarles”. Seguramente una especie de constitución política grabada en piedra para legitimar su autoridad y prevalecer en el tiempo como un testimonio de fe. ¿No era suficiente con el relato hablado? De igual forma, el texto impreso, desde hace ya más de cinco siglos, ha sido el instrumento preciso para paliar el carácter efímero de la palabra hablada, la oralidad se desvanece casi al mismo tiempo en que se pronuncia, se pervierte y permuta. El libro permanece más allá de su tiempo, es autoritario y hablará con aquellos que todavía no han nacido, será testigo y cómplice de la memoria.
La organización de las letras estructura el pensamiento individual y las normas sociales.
Así que no podemos hablar de una separación entre el razonamiento y la imagen, entre la cognición y la percepción, entre la letra y su connotación semántica. Nos ejercitamos, por costumbre, en hacer uso de las letras para formular vocablos y eso nos hace pensar que es hasta entonces que adquieren un sentido, que la letra sola está vacía y que su empleo está sometido a la voz.
Resulta en vano afirmar tal alejamiento entre el signo y su significado, tal como la dicotomía entre el cuerpo y el alma, pues señala Roland Barthes: “precisamente existe un espíritu de la letra, que vivifica a la propia letra”.
Bajo ese postulado se intenta aquí otorgar a la letra su libertad expresiva, afirmar en lo sucesivo que el carácter formal de las fuentes tipográficas no es una casualidad estética, y que cada una de las letras que forman la palabra es portadora de su propio significado.
Sin embargo, aprendemos, por tradición, que las letras forman palabras y las palabras se transfiguran en voces, es entonces cuando se vislumbra un sentido: la asociación de ideas genera la significación de un texto. En ese tenor, los 26 signos del alfabeto latino se han mantenido al servicio de la lengua para, ordenadamente, cumplir su labor de constructoras de palabras. La letra, en el mundo occidental, es un instrumento que le da “cuerpo” a las ideas; una tesis seguramente heredada de la filosofía iconoclasta platónica donde las palabras y las cosas están subordinadas al mundo de las ideas.
Alejandro Tapia menciona más precisamente:
“Lo que encuentro es que tal postura es más bien histórica y artificial y que nace con la filosofía, que siempre ha sido iconoclasta y considera que las imágenes son sólo mera apariencia. Desde Platón, la filosofía ha considerado que la aproximación a la verdad y a lo justo, es un acto basado en la razón y que las apariencias externas sólo se prestan a la confusión”. Pero la historia misma ha contrariado a la filosofía, incluso la ciencia toma prestadas acciones e imágenes concretas para demostrar sus teorías, pues las ideas abstractas sólo pueden concebirse como un simulacro de las apariencias que acontecen diariamente.
La letra es pues, la intuición gráfica de un razonamiento o de una idea, su apariencia es más que la reminiscencia del aliento. El valor fonético que representan es apenas la voz que les despierta para provocar la múltiple conjugación figurada con otras letras.
El arte combinatorio de cada letra con otras letras produce un efecto alquimista, casi mágico, donde la soledad de la letra (la letra sola es inocente, dice Barthes) renuncia a su status inocuo para convertirse en piedra, lluvia, espada. Esa mezcla de caracteres augura la posibilidad de pronunciar al mundo entero, y cuando nombramos al mundo, nos “abrimos” al exterior y logramos artificialmente “sacar” de nosotros todo aquello que pensamos: concebimos así la expresividad.
Existe una relación de contigüidad inalterable entre la expresión y la impresión, toda vez que presionamos hacía fuera las ideas que contenemos, siguiendo un patrón de figuras ontológicas de acuerdo a la teoría de la metáfora de Lakoff y Johnson, donde el individuo se considera un recipiente, desplazamos ese contenido inevitablemente a otro depósito. Entonces alguien (un recipiente) se expresa y alguien más recibe el contenido en su interior: le causa una impresión.
El lenguaje es un canal por donde fluyen las ideas en espera de que otro las recoja, pero ese evento debe ser inmediato, una experiencia frente a frente. La palabra, en cambio, encuentra en la escritura (en la letra) un receptáculo que asegura su permanencia más allá del suceso, en la transgresión incluso del tiempo-espacio, la ubicuidad del receptor permite hacer muchas y variadas interpretaciones y éstas pueden cambiar de lector en lector y de lectura en lectura.
La voz deja su rastro en la escritura, como una huella en el tiempo, confía al texto su impresión correspondiente para después. Las letras guardan el sentido expresivo de la palabra: La palabra se expresa y la letra se imprime.
De acuerdo a la primera tesis, en que la letra es sometida a la voz, la utilidad de los caracteres termina en el momento de estampar los tipos sobre el papel.
Sin embargo, la afirmación que conviene para demostrar que la letra mantiene su propia expresividad y confiere una impresión independiente de la lingüística, es aquella que propone a la letra como un signo que tiene un espíritu libre y, como imagen es portadora de una carga expresiva, estética y cultural que está profundamente relacionada con todos los factores que intervienen en un mensaje visual.
La forma gráfica de la letra se manifiesta como una alegoría de la vida, de las acciones y las construcciones humanas y esa evocación que se presenta en sus rasgos nos regala un significado nuevo, aparte del lingüístico. La imagen del grafismo revela una intención de sentido que funciona como argumento notable de todo el discurso, más allá de la sintaxis. La letra cobra vida propia una vez que está impresa, cada estilo tipográfico es prueba de que su logos, lo que intenta decir, está dentro de su composición formal y no fuera de ella, como erróneamente se ha querido declarar. Antonio Rivera comenta:
En términos generales existe una tendencia a reducir el logos a los argumentos expresados de manera lingüística o con palabras. De hecho es común establecer una relación de sinonimia entre logos y palabra. Sobra decir que lo anterior ha impedido que veamos con claridad el poder persuasivo de las imágenes y en el caso que nos ocupa, del diseño gráfico y la tipografía. La construcción gráfica de la tipografía nos hace ver, que hay inferencias lógicas en su forma, luego entonces, las letras poseen argumentos que visten al discurso lingüístico de un carácter que ayudará no sólo a la legibilidad del texto, sino a la credibilidad y solidez del mensaje.
El significante cobra una importancia relevante en el lector a través de la forma, la sensación y la emoción se presentan en la representación misma de la letra.
Es emocionante adivinar en las letras romanas lo impetuoso de su imperio, las formas fuertes y largas, impecablemente erectas, como metáfora del perfil monumental de su cultura, tienen una analogía directa con las columnas de sus edificaciones. Los textos latinos mantienen vivo el espíritu del humanismo, el urbanismo y la claridad de pensamiento ordenado que el imperio Romano heredó a la filosofía occidental. El estilo tipográfico pone en un estado de ánimo propicio al lector para acompañar sus argumentos, el pathos que proclama la ilustración de la letra demuestra que la forma tipográfica tiene la intención de provocar sensaciones y alentar la elocuencia de lo que se esta leyendo. El uso que hacen los romanos del alfabeto para sus mensajes lapidarios, dota a los caracteres, más allá de su mera función lingüística, de un nuevo potencial y de un gran peso formal, adquirido gracias a la aplicación del efecto de modulación y al trabajo tonal de los caracteres y del conjunto.
Casi simultáneamente, la letra semiuncial es adoptada por la mayoría de los textos religiosos. La hegemonía de la Iglesia centro-europea elaborará su escritura sagrada, durante toda la Edad Media, de manera clara, legible y acompañada de imágenes que prueban la existencia de dios, así como de pasajes hagiográficos que sirven como argumentos irrefutables de su autoridad:
Si nos fijamos en las iluminaciones de los textos medievales nos encontramos con que están informando al lector de que no se trata de palabras ordinarias, si no de textos sagrados. En este caso los manuscritos se convierten en íconos al mismo tiempo que se comportan como textos. La letra gótica presenta un razonamiento ético relevante para el convencimiento de los fieles, cuya apreciación oportuna de ese argumento gráfico fue provechosamente utilizado por la Iglesia. El contenido formal de su trazo está intrínsecamente relacionado con el ethos de quien escribe, así perdurará su impacto y una mayor probabilidad de persuasión.
Leemos en la letra a la palabra que enuncia y al mismo tiempo leemos también su imagen. El creativo y el editor de textos vendrán a abolir la servidumbre que padece la letra con la función lingüística, le dará su libertad sígnica a los caracteres tipográficos. La fragilidad de la palabra se fortalece en la forma gráfica de la letra, conjuntamente, la razón y la percepción visual le dan sentido al discurso de un texto impreso.
La expresividad de la letra la encontramos en la letra misma, ahí están impresas también metáforas cargadas de un sentido cultural y declaran su apostasía al grado cero: un estado neutral de significación que reclama la transparencia tipográfica para ser utilizada con fines puramente funcionales:
No existe ninguna tipografía -ni siquiera las ortodoxas Helvética o Univers- que carezca de connotaciones, que no tenga referentes históricos o estéticos, o que no produzca ningún efecto evocador, sentimental, emocional, alegórico o de cualquier otro tipo posible.
Esa renuncia de la letra de quedarse al margen del sentido, es aprovechada en la plasticidad de las artes, en la literatura misma, en los mensajes visuales que portan, además de voces, figuras que enriquecen el discurso.
Hoy en día, el creativo tiene un repertorio tan variado de estilos tipográficos como públicos posibles. Utiliza hábilmente, apartado de la inocencia, todos los conceptos, ideas, metáforas que acompañan a la letra para expresar otras cosas y hacer valer la enorme racionalidad significante de la letra.
La libertad de la letra conviene en beneficio de la creatividad pues es propio de la creación expresarse; y rescatar el sentido expresivo de los caracteres tipográficos supone otorgarle a la letra un argumento en cada una de sus líneas.
Creación y experimentación visual
Es el artista quien, en primera instancia, despliega las alas de las letras, encuentra en ellas un refugio para ejercer su creación, el encanto plástico de la letra es seductor y pone de manifiesto el valor expresivo propio de la letra.
El concepto tradicional de arte se concibe como toda habilidad creadora y las acciones que construyen la obra se manifiestan en la poiésis, luego traducida como poesía, donde cabe aclarar que el término original no es exclusivo de la literatura. Para Aristóteles la poesía es imitación, mimesis, un eco de las percepciones cotidianas válida para todos los sentidos y con ese objetivo el artista descubre nuevos nombres para pronunciar su realidad. De hecho, la palabra imagen está derivada de la misma raíz latina: imitare, luego imago, luego imagen e imaginación. ¿Es que los primeros artistas rupestres no imitaban ya a la manada de bisontes tallando su figura en la piedra? ¿El sol, el pájaro, el grano de trigo y el buey no eran modelos de imitación en los primitivos alfabetos? Las inscripciones lapidarias de las letras romanas, que ya hemos mencionado, son precisamente imitación de las sólidas columnas que sostenían a la ciudad. Pero la creación también es ficción y un halo metafórico envuelve la plasticidad de las letras, de la pintura y en general de toda representación visual.
Todo arte o techné ejerce la actividad de realizar su tarea a partir del pensamiento, hemos hablado que el lenguaje es un instrumento mediático entre la imagen y el razonamiento, así que la figuración de la letra, como símbolo gráfico ha sido un recurso frecuente en las artes visuales.
La idea de los artistas de alcanzar un lenguaje en donde imagen y oralidad, signo lingüístico y símbolo plástico se encuentren en uno solo indivisible, se ha desarrollado históricamente una y otra vez. Para muchos artistas, el lenguaje y la forma gráfica de la tipografía se retroalimentan simbióticamente; y de manera experimental conciben un metalenguaje interesante para explotar esa riqueza de sentidos entrelazados: el de la expresión lingüística y el de la imagen-símbolo de la letra.
Hablar de poesía visual, es afirmar que se trata de un ejercicio estrechamente relacionado con el estudio de la letra porque hace uso de las formas tipográficas para significar nuevos escenarios del mundo y generar un sentido de correspondencias sígnicas, que suceden a un mismo tiempo y en un mismo espacio, sin embargo, su estudio merece una observación amplia, y en esta ocasión haremos sólo una breve aproximación al fenómeno por considerarlo de suma importancia en relación con la tipografía.
Aunque los primeros experimentos visuales de la poesía corresponden a las corrientes vanguardistas, hay antecedentes de ejercicios gráficos desde el S. IV a.c. de Simmias de Rodas, quién está considerado-según afirma Manuel Sesma en su libro Tipografismo-como el autor de los primeros “versos figurados”, a través de piezas como “las alas”, “el huevo”, o “el hacha” (Fig. 1), que combinan la longitud variable de los versos y la tensión lineal del alfabeto para permitir al lector recomponer a lo largo de la lectura la forma del objeto descrito.
También existen otras versiones de interacción poético-plástica que datan del siglo XVI (los Carmina figurata, de Raban Maur) pero más que como una propuesta estética se consideran producciones crípticas con la intención de poner al lector en juicio para descifrar algún mensaje oculto.
Es hasta principios del siglo XX que se realizan reflexivamente producciones artísticas de la poesía visual: el simbolista francés Stephan Mallarmé publica en 1914 el libro-poema un coup des dés jamáis n´abolira le hasard, (una tirada de dados jamás abolirá el azar) (Fig. 2). Mallarmé encuentra un juego inteligente entre la verbalidad del poema y la visualidad de las letras, la disposición sugestiva de la tipografía es un vaivén de formas y figuras que provocan un ritmo cadencioso entre lo que se lee y lo que se ve. El libro es una imagen completa, a doble página, el poema se despliega como una partitura interminable que liga la palabra, la letra, el tiempo, la forma y el espacio sobre el papel desnudo. El poeta francés ha encontrado la expresividad de la letra y con ello va a proponer nuevas relaciones entre la página en blanco y la tinta negra con la que se escribe. Waldo González comenta al respecto que la tipografía libre que desarrolló Mallarmé rompió con la idea de la literatura que prevalecía hasta entonces y con las normas que regían la página impresa. Luego declara en extenso que:
Mallarmé inicia con Un coup des dés una nueva forma de relación entre lo escrito y el espacio en el que se escribe. No busca representar-dibujar en el papel lo que describe, como los caligramas, sino organizar las palabras en el espacio del papel. Los caligramas son una variante de la poesía visual donde la forma plástica de la letra y su disposición encuentran un camino figurativo que muestra una imagen en relación con el texto: el caligrama es el dibujo del pensamiento, o la escritura de la escritura misma.
Guillaume Apollinaire es atraído desde muy joven por los ideogramas chinos, seguramente por las fantásticas imágenes que ofrecen en sus textos, y retoma la idea de componer líricamente una pintura con palabras. El sentido lingüístico de la poesía de Apollinaire coincide con la imagen formada por las letras, una elaboración cuidadosa en que coincide la forma producida por la letra y la palabra compuesta por ella.
Apollinaire encuentra la unificación de literatura y la pintura, los trazos de las tipografías apoyan su sentido plástico al mismo tiempo que compone un paisaje con palabras, sus caligramas conservan en su discurso un contenido figurativo y en su dibujo una expresión semántica:
Con Apollinaire se manifiesta la importancia de la unidad de la página, que había mostrado Mallarmé, y se juega de forma abierta con la identificación y la ambigüedad entre expresión plástica y literaria. Aunque los caligramas resultan ser redundantes, porque la imagen que figuran es la misma que describen, el poema resultante es entusiasta por presentar la forma de las letras en su máxima expresión plástica.
La letra no es más un servilismo que obedece a la voz, el poema experimental vivifica la palabra por medio de la letra impresa, aprovecha su forma y su expresión en un concilio favorable para la creación de los discursos visuales.
La razón de la tipografía
Es en el diseño gráfico donde verificamos con mayor certeza la utilidad de las letras, ahí es donde se justifica racionalmente la existencia de tan variados estilos tipográficos, pues se ha dicho ya que la forma de los tipos no es un accidente estético y además de lo bella que nos pueda parecer, una fuente tipográfica ayuda a inventar las pruebas necesarias para convencer, porque hay en sus líneas, argumentos favorables al discurso.
Las nuevas tecnologías han facilitado al diseñador tener a mano una colección extensa de tipos para tomar la decisión correcta de usar oportunamente las formas que nos ofrecen y esa decisión implica el compromiso de saber exactamente lo que estamos buscando decir. El estilo tipográfico tiene que ver precisamente con la forma en que debemos expresarnos pertinentemente en cada ocasión, para cada tipo de auditorio y con la adecuada intención. En relación a la expresión o elocución, Aristóteles señala en el Libro III de su Retórica: [...] dado que no basta con saber lo que hay que decir, sino que también es necesario decirlo como se debe.
Esto es, cuando el diseñador acepta el reto de resolver un problema de comunicación gráfica es porque tiene, en el caso de la tipografía, las competencias suficientes para discriminar entre todas las posibilidades de producir un texto, aquella que le sea más favorable, lo cual no es tarea fácil, pues los problemas de diseño pertenecen al campo de lo contingente: son situaciones donde ningún factor es necesario ni verdadero, condicionadas por variables que pueden tener muchas opciones de llegar a una solución y donde el producto esperado (un libro, un cartel, un logotipo, etc.) ni siquiera se conoce, pues está en proceso de llegar a ser y su existencia puede presentarse de muchas maneras. Los problemas de diseño se solucionan basados en probabilidades. Y como el fin de la disciplina no se localiza en su principio, y tiene un carácter indeterminado, conviene a la definición de problema de diseño como aquel que puede tener indefinido número de soluciones.
Las probabilidades de elegir una fuente tipográfica son tan vastas que el proceso de creación se vuelca en una encrucijada, las muchas probabilidades ponen en crisis la decisión; todas las alternativas se vuelven variables y la única constante es la incertidumbre:
Parece ser que la incertidumbre ocurre como parte del mundo cotidiano, suele observarse como un factor constante en las decisiones del individuo y también determinante en los cambios de las estructuras sociales, bajo este principio, no cabe separarlo de la actividad del diseño, sino más bien considerarlo como el eje que justifica su acción práctica. La incertidumbre es una condición normal, propicia y necesaria para la creatividad, pues son los retos precisamente los que hay que sortear y como afirma Umberto Eco, “para poder inventar libremente hay que ponerse barreras”.
Así que, ¿cómo decide el diseñador la fuente más adecuada para su discurso? ¿Es la forma o la función lo que determina la decisión? ¿Qué es lo que busca exactamente el diseñador cuando elige una letra? La capacidad argumentativa del creativo consiste en la deliberación adecuada para proponer una solución e inventar las pruebas suficientes para convencer, desarrollar intelectualmente lo que los antiguos oradores griegos denominaban Kairós: la ocasión oportuna de señalar lo conveniente en un discurso considerando al auditorio para moverle a realizar una acción.
Las muchas advocaciones de una “a” confirman precisamente que la utilidad de la letra no es reductible a la semejanza del sonido /a/, y que además el diseñador está intentando resolver un discurso donde la imagen es preponderante y el producto diseñado ha de conservar la unidad gráfica para leerse como un todo, donde aquello que se ve coincida con aquello que pretende sea leído.
Es frecuente que el diseñador afirme que lo que está buscando en una fuente tipográfica para realizar su discurso sea la legibilidad, y en efecto, un texto debe facilitar su lectura, las formas de los tipos elegidos han de ser amables para la interpretación del usuario, el carácter gráfico de la letra presenta rasgos que coinciden con las características conceptuales de un lector modelo determinado, la accesibilidad de la letra está en su expresión; es decir, la elocución, que según Aristóteles está íntimamente ligada al estilo y sus dos grandes virtudes son: la claridad y la propiedad. Pero no podemos suponer que la legibilidad dependa únicamente de factores ergonómicos, existe un paradigma en torno a lo legible de la escritura donde se afirma que “las letras con patines son más fáciles de leer porque sus remates suceden uno tras otro sugiriendo la unión entre los caracteres y no se corta la lectura”. Muchos diseñadores adoptan esa creencia como un axioma. Pero la claridad depende más bien del tipo de auditorio y de sus competencias interpretativas, aquello que está acostumbrado a ver y comprender del mundo en ciertos campos sociales, ya se ha señalado con anterioridad que la letra gótica fue durante muchos siglos adoptada en la Europa Medieval por considerarse de fácil lectura, así que la legibilidad es muy relativa, pues el caso de las unciales puede derivarse de la frecuencia de su uso, cuantas más veces se repiten los eventos que percibimos, más fácilmente los interpretamos, lo mismo que sucede hoy en día con la habitual Helvética o la Times New Roman, que debido a la insistencia de su uso nos llegan a parecer hasta “neutrales” y de una alta legibilidad.
La claridad y la propiedad que menciona Aristóteles, en relación con el estilo, tienen que ver más propiamente con las nociones que el público entiende por bien conocidas y le son familiares, una fuente tipográfica debiera decirle al lector “este mensaje es para ti” y que sus características formales guardan evocaciones metafóricas que corresponden a lo que ese público concibe por verdadero, o al menos le parece verdadero. Por ejemplo, un editorial que presente una retícula tan flexible que permita romper las reglas ortodoxas, con fondos oscuros y elementos en negro y rojo usando una tipografía “agresiva”, “rebelde” y con remates pronunciados para sus titulares y tal vez un estilo precisamente gótico en el cuerpo de texto, puede parecer altamente legible para un auditorio cuyas preferencias coincidan con el género “dark” o “punk” por ser estéticas afines, en cambio un individuo acostumbrado más bien a la novela literaria de largo aliento le resultará difícil de leer aquella propuesta tipográfica.
El diseño de un mensaje para convocar a la democracia en los comicios electorales pretende llegar a todos los miembros de una comunidad, por ello conviene utilizar letras con rasgos bien conocidos por todos: una acción democrática en sí misma.
(Fig. 3, 4 y 5)
Podemos colegir entonces que lo que está detrás de la elección de una letra, son justamente argumentos y éstos deben ser evidentes para el lector en cuestión, pues forman parte de su vida cotidiana, claramente lo afirma Aristóteles: [...] más bien se necesita que las pruebas por persuasión y los razonamientos se compongan de nociones comunes. Luego entonces el texto tendrá altas probabilidades de ser legible y por tanto, causar convencimiento.
Las rutas deliberativas que sigue el diseñador para elegir una letra en sus discursos visuales son variadas, puesto que los problemas a los que ha de enfrentarse son indeterminados y cada caso presenta diferentes soluciones posibles. Pero confiando en la observación podemos señalar que el creativo regularmente elige una fuente tipográfica:
1) Por un criterio de “buen gusto”.
2) Por su funcionalidad.
3) Por alguna relación metafórica.
4) Por el perfil del usuario.
5) Por lo que el texto mismo declara.
En el primer caso es el juicio estético del diseñador quien rige la decisión, el carácter, la limpieza de sus formas, la elegancia o cualquier acuerdo relacionado con el criterio íntimo del realizador del mensaje, y aunque esa postura es arbitraria, frecuentemente el diseñador adopta esa autoridad como si le fuera concedida por derecho propio del oficio.
Cuando un diseñador busca la función de la letra por encima de sus formas simbólicas está preocupado por su reproductibilidad o soportes, lo cual técnicamente, es un criterio bien dirigido, pues está pensando en una planeación completa del diseño donde existen determinantes que pueden afectar el proceso: el tipo de papel o sustrato, el sistema de impresión, la cantidad de ejemplares o la plataforma si hablamos de sistemas electrónicos de comunicación. Sin embargo, si sólo es ésa su inquietud, se corre el riesgo de desaprovechar la plasticidad de las letras y su conveniente elocuencia.
El caso de la analogía sucede cuando preferimos la forma de una letra por encima de otra diferente porque se parece más (descubrimos semejanzas) a los contratos conceptuales que construyen el discurso. El trazo y la representación de una letra, tienen una evocación metafórica, lo cual puede ser muy conveniente para presentar argumentos figurados dentro del mensaje, siempre y cuando se cuide de no ser redundante (como el propósito de los caligramas), pues es un error frecuente que si hablamos por ejemplo, de un ambiente frío utilicemos una letra revestida de escarcha (igloo laser font) o si es “amor” entonces una fuente que en su trazo se adivine un corazón (words of love font).
Si decidimos utilizar una fuente tipográfica haciendo un análisis crítico del usuario, o destinatario, podremos encontrar premisas más certeras de lo que queremos decir y cómo debemos decirlo. Cada razonamiento que podamos descubrir en el comportamiento del auditorio, ayudará a disminuir la incertidumbre y las probabilidades, teniendo una mayor seguridad de tomar la elección correcta de un estilo de letra.
La interpretación de un texto debe coincidir con los argumentos plásticos de la letra con que está escrito, de esta manera se apoya la tesis central del mensaje. Así, lo que un texto declara, pondrá a la vista un ejercicio simbiótico entre lo que se observa, lo que se lee y lo que debe comprenderse.
La letra está viva, queriendo decir mucho más de lo que enuncia y el diseñador habrá de valorar oportunamente todas sus cualidades expresivas para utilizarlas en provecho de un discurso bien argumentado.
BIBLIOGRAFÍA
RELACIÓN DE FIGURAS
(Fig. 1) las alas (1) El huevo (2) . S. IV a.c. de Simmias de Rodas.
(Fig. 2) un coup des dés jamáis n´abolira le hasard. 1914, Stephan Mallarmé.
(Fig. 3) Postal IEPC Jalisco. 2009, Olivia Hidalgo.
(Fig. 4) Postal IEPC Jalisco. 2009, Roberto Fleming.
(Fig. 5) Postal IEPC Jalisco. 2009, Daniel Gutiérrez.